sábado, 14 de enero de 2017

La La Land: la varita mágica de Chazelle

Con tres películas a su haber, Damien Chazelle parece resistirse a separar su profesión de su propia vida sentimental. Porque, en esta historia, plantea la típica relación de cualquier comedia romántica, pero el punto que la sostiene es el mensaje amargo que esconde y del cual el director ya había hablado en su trabajo anterior.


Cuando nos referimos al género musical pensamos de inmediato en los años dorados de Hollywood, años ’40 y ’50, ya olvidados por la maquinaria de marketing y juegos en la que se ha desenvuelto el cine de los últimos 25 años. Por lo mismo, es un género lejano para e actual espectador de cine pues, normalmente, este espectador no sabe mucho de música, no escucha las BSO de las películas y no siente atracción hacia la expresión de los sentimientos mediante el baile y las canciones. Y ahí es donde aparece Damien Chazelle para, otra vez, atraer al público mediante una propuesta musical pero que carga un mensaje intrínseco de desazón.

Las dos razones por las que “La La Land” funciona y no tiene nada que ver con el histórico prejuicio a los musicales, son:

Los personajes
Cercanos y espontáneos. La pareja de actores se complementó a la perfección y logró crear el magnetismo necesario, le dieron credibilidad a la historia. Ella, una fatigada aspirante a actriz que ya no soporta más las pruebas y las dudas sobre su talento. Él, un pianista de jazz que se rebela contra el hecho de que esta música está agonizando y que debe banalizarse para conseguir nuevas audiencias. Ryan Gosling, logra posicionarse gracias a un encanto especial que le da a su personaje. Emma Stone es muy buena actriz. Y además, ambos cantan y bailan más que bien.

El guion
Está muy bien escrito. La funcionalidad de los personajes y la estética que los adornan permiten que la historia funcione, que se vuelva animada, vital, con bailes contagiosos que están muy bien filmados. El guion tiene como preludio brillante, una historia de amor bien contada y que se ve cálida, durante mucho tiempo; si usted cree que existe ese romanticismo empalagoso, se llevará una sorpresa.



El inicio y el cierre son de antología. En el centro, la película tiene momentos altos y otros bajos. Hay múltiples homenajes, incluido uno, demasiado largo, a James Dean. No sabemos si Chazelle buscó deliberadamente honrar a los grandes musicales de Hollywood, pero lo bueno es que logra hacer el nexo con esos clásicos de Jacques Demy, en especial con “Las chicas de Rochefort”, y lo apreciamos cuando vemos el tipo de danza, la coreografía y el jazz. La escena más icónica de la película, el baile en el estacionamiento, recuerda muchísimo, en la paleta de colores, a “Dancing in the Dark” de “Melodías de Broadway 155”, con ese cielo color malva.




La BSO ya ha sido premiada y, seguramente, seguirá siendo la favorita aunque la partitura de Justin Hurwitz está bien pero no extraordinaria; más bien, sabe compensar la labor de la puesta en escena de Chazelle, quien supo enmarcar la danza y el movimiento lírico en ella, transitando entre escenas convencionales y musicales, convirtiendo escenarios naturales en fondos de fantasía cálidos, idóneos para darle una nueva vida a los decorados y así huir de los clichés de los últimos musicales reciclados de Broadway.

Cuando finaliza esta parte bailada y cantada, el guion da un giro fantástico y se concentra en las vidas de la pareja las que, claramente, no son un baile entre estrellas. Las distintas dificultades a las que cada uno debe enfrentarse para conseguir sus sueños se entrecruzan con un anhelo oculto y que es el mensaje de la película: cómo vivir en pareja, cómo lograr vivir el romanticismo ingenuo, el amor verdadero. En esta segunda parte, Chazelle regresa a Jacques Demy con la melancolía inconmensurable y avasalladora de “Los paraguas de Cherburgo” y borra casi por completo los pasajes musicales. En su lugar, se despliega un dominio del lenguaje secuencial muy bien planteado, lleno de detalles sutiles, con gran simbolismo. El director sustituye los bailes por un sentido del ritmo, es decir, cada imagen y diálogo lleva un compás musical oculto.

En resumen, esta es una película del director. Bien actuada pero extraordinariamente bien dirigida. Chazelle se alza como el mago de este rompecabezas, uniendo cada pieza con precisión, al tiempo que el espectador se deshace de ideas pre-concebidas. Más allá de la música o de que Hollywood (otra vez) premiará a una película que se mira el ombligo, busco la semejanza con la extraordinaria “Whiplash” y seguimos confirmando que Chazelle no puede separar su vida personal de su profesión: en ambas cintas hay una bella pero terrible sensación de disculpas, por anteponer los sueños al amor.

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